viernes, 24 de abril de 2015

Seis monjas italianas que mató el Ébola: mártires de amor a los demás

Mañana se cumplirán veinte años de la muerte de un grupo de seis religiosas italianas por el virus del Ébola. Aquello ocurrió en la República Democrática del Congo, año 1995. Se declaró la epidemia de Ébola en toda la zona de Bandundu. Una epidemia que se ha repetido en el Congo desde que, en 1976, se identificara en un recóndito río del país, llamado Ébola, esta enfermedad asesina. Las religiosas vivían en Kiwi, una pequeña población del centro oeste, y pertenecían a la congregación de las Suaré Poderle – las Hermanas Pobrecillas.
El primer enfermo llegó al hospital que atendían las monjas a inicios de abril de aquel año 1995. Venía de otro hospital y tenía el estómago hinchado. Así comenzó la epidemia. A ella se sumó la paralización de los transportes y traslados de personas, decretada por el gobierno, en un intento de evitar la extensión de la pandemia. A las monjas se les dio la oportunidad de abandonar la zona. Las hermanas, con pocos medios, enfermeras especializadas como eran, sabían el riesgo que corrían ayudando a aquellos abandonados, pero no se fueron. No lo habían hecho antes, en medio de guerras y saqueos. Tampoco se irían con el Ébola.
La hermana Floraba Ronda se infectó en la sala de operaciones. Las hermanas Danielangela Sorti, Clarangela Ghilardi, Dinarosa Belleri contrajeron el virus también en el hospital y atendiendo a Floraba. Esta fue la primera que murió. Annelvira Ossoli y Vitarosa Zorza llegaron a la casa después de la muerte de Floraba, llevando consigo el tesoro de dos maletas llenas de medicinas. Tuvieron que dedicarse a asistir a las tres religiosas enfermas supervivientes. Estas dos hermanas también contrajeron el Ébola cuidándolas, además de a otros enfermos. Y así, como en una especie de martirio de caridad, la enfermedad acabó con las seis entre el 25 de abril y el 28 de mayo de 1995. Como señalaron desde su congregación de las Suaré Poderle: “La misma caridad que las había empujado a África, partiendo jovencísimas de Bérgamo y Brescia y que las había hecho llegar a Kiwi, les hizo permanecer”. Y allí siguen enterradas. Donde murieron.
Ahora están en proceso de beatificación. Y es que siempre tuvieron el carisma que les había inculcado su fundador, el beato Luigi Palazzolo: “Estar siempre con los últimos, sumergirse entre los últimos, llevarlos de la mano sin guantes”.
Aquel año, el Ébola mató a miles de personas en el Congo, y fue solo una noticia más entre las muchas desgracias que acabaron con millones de personas en África en aquella década. El año anterior había tenido lugar el genocidio en la vecina Ruanda.
El Ébola para la población de Kiwi fue devastador. En un par de meses hubo 244 muertos, incluidas las seis religiosas. Años después se hizo un documental, “Las hermanas del Ébola”, donde hablaron los supervivientes. Se presentó un libro, “El último don”. En ambos se recogen testimonios – más de 200 - y también los escritos que dejaron antes de morir. La hermana Vitarosa escribía: “Puedo decir que he recibido mucho de ellos, mis pobres, sobre todo, la serenidad y la capacidad de aguante”. Y la hermana Clarangela, antes de morir: “Padre, ponme junto a mis hermanos, libre, acogedora, feliz, pobre entre los pobres”. Y entre ellos, los pobres, murieron.